Gabriel Rolón: por qué hablar con un amigo no alcanza para solucionar los problemas sino que hay que ir a terapia

Según el exitoso psicoanalista, descifrar el lenguaje es fundamental para recorrer el camino “del dolor a la verdad”, pero eso solo puede hacerlo un profesional, como afirma en el prólogo de “Palabras cruzadas”, que puede leerse entero al final de esta nota.
  • Gabriel Rolón: por qué hablar con un amigo no alcanza para solucionar los problemas sino que hay que ir a terapia
  •  ”Palabras cruzadas”, de Rolón.  "Palabras cruzadas", de Rolón.
  •  Gabriel Rolón: ”Un análisis es un proceso que tiene su origen cuando acordamos juntos, paciente y analista, comenzar un tratamiento. A partir de allí se inicia un devenir de acontecimientos que tienen un protagonista fundamental: el lenguaje”. (Gustavo G  Gabriel Rolón: "Un análisis es un proceso que tiene su origen cuando acordamos juntos, paciente y analista, comenzar un tratamiento. A partir de allí se inicia un devenir de acontecimientos que tienen un protagonista fundamental: el lenguaje". (Gustavo G

El célebre psicoanalista y escritor argentino Gabriel Rolón describe al proceso analítico que se da en terapia como “una sucesión de palabras que se cruzan a partir del dolor de un paciente y que, con el deseo, la claridad y el valor necesario, pueden conducir al develamiento de una verdad capaz de cambiar para siempre la vida de un sujeto”.

El autor de exitosos libros como El duelo e Historias de diván cree que, en el psicoanálisis, todo gira alrededor de las palabras y del “lenguaje a descifrar”. Pero, como explica Rolón en el prólogo a la reedición de su segundo libro, Palabras cruzadas -que puede leerse completo al final de esta nota-, no alcanza simplemente con hablar de nuestros problemas con un amigo, una pareja o un familiar para solucionarlos: ese trabajo tiene que recaer, sí o sí, en el lugar del analista.

 “He escuchado muchas veces decir que hablar hace bien, que la palabra cura. Esta afirmación ha llevado a muchos al equívoco de pensar que una conversación con un amigo, con un padre o, por qué no, con uno mismo, puede reemplazar a un tratamiento y es suficiente para producir un proceso de curación. Y no es así. Para que esto suceda, es necesario que haya alguien que escuche de manera diferente aquello que el sujeto dice. Alguien a quien este le suponga un «saber hacer» con sus dichos, en quien confíe que va a escuchar lo que ni él ni los demás son capaces de escuchar. Y ese es, precisamente, el lugar del analista”, escribe Rolón.

El camino que propone Rolón es el del dolor a la verdad. Un camino sin duda complicado, difícil, que se transita con padecimientos. Pero que, bien encarado, también se recorre con la satisfacción que da la certeza de saber que ese destino vale la pena. Un libro vital con una edición ampliada a los casi 15 años de su publicación original, que parte del psicoanálisis para poner en juego un pacto de confianza entre alguien que dice lo suyo y quien escucha, contiene y acompaña.

 

Así empieza “Palabras cruzadas”, de Gabriel Rolón

Prólogo
 
Un paciente no es una persona. Un paciente no es un individuo. Un paciente es un sujeto.

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Sabemos que los griegos, responsables de algunas de las manifestaciones más bellas e importantes del arte y de la cultura de Occidente, tenían mucha estima por el teatro. Son famosas sus tragedias y co medias, y Sófocles y Aristófanes son nombres que todavía hoy resuenan con total pertinencia. También sabemos que por aquellos tiempos no existían los teatros tal cual hoy los conocemos. Las obras se representaban al aire libre, en grandes predios a los que concurrían muchísimos espectadores, y todos los actores llevaban puesta una máscara que amplificaba y distorsionaba sus voces a la vez que disimulaba sus identidades. Esa máscara, ese disfraz, llevaba un nombre que venía del latín y que etimológicamente significaba retumbar. Ese nombre era «persona».

Es decir, que hay en el origen mismo de la palabra persona algo que remite al ocultamiento, a lo que no es, a la actuación y al engaño. Un paciente, por el contrario, es alguien que llega al consultorio dispuesto a quitarse todas las caretas y a mostrar incluso hasta las más profundas de sus heridas. Para eso trabaja y se expone. Con generosidad y a un alto costo se adentra en un camino que tiene como punto de partida su dolor y que busca, como destino final, el develamiento de su verdad.

Y el analista se compromete a acompañarlo en esa travesía porque es, antes que nada, un enamorado de la verdad. Pero no de una verdad universal y trascendente: no hay que confundir al analista con un filósofo, un sociólogo o un místico. No nos desvela Dios, tampoco el hombre, sino única y exclusivamente ese hombre en particular que ha venido a pedir nuestra ayuda. Y esa verdad que nos interesa es única, pertenece a cada sujeto. Encuentra sus orígenes en la historia individual de cada paciente y recorre su sangre y su vida aunque él mismo se resista a reconocerla y aceptarla como propia.

La palabra individuo también proviene del latín y significa «imposible de ser dividido». Nada más alejado de un paciente que eso. Por el contrario, el paciente está escindido, partido al medio por su sufrimiento ama y odia al mismo tiempo, quiere pero no quiere, anhela pero no puede, tiene miedo de algo pero no por eso deja de desearlo. Un individuo es alguien sin contradicciones, sin ambivalencias, sin culpa. Y no son así los pacientes que llegan a mi consultorio. Por el contrario, envueltos en una nube de confusión y angustia, hacen cosas que no quieren y traen síntomas que los hacen sufrir y de los que parecen no saber nada. Y en parte esto es cierto. Porque al momento de comenzar el análisis, el paciente no sabe que sabe. ¿Cómo puede ser esto posible?

Para responder a esta pregunta hay que aceptar que existe un saber no sabido, un saber que no es accesible a la conciencia: un saber inconsciente. Sin embargo —y esto es decisivo para mí a la hora de aceptar el inicio de un tratamiento con alguien—, a pesar de esa sensación de extrañeza y desconocimiento, el sujeto debe sospechar que algo tiene que ver con eso que le pasa.

El hecho de habitar en un cuerpo puede generar la idea errónea de que un hombre es un individuo. Es cierto que el cuerpo es el escenario fundamental a partir del cual se desarrollará la construcción de un sujeto: el yo es antes que nada un yo corporal, decía Sigmund Freud. No hay sujeto sin cuerpo, pero no basta con que exista un cuerpo para que haya un sujeto. Es necesario que las miradas y el contacto de otros caigan sobre ese cuerpo.

Las caricias de los padres, el reconocimiento de ciertos rasgos y las palabras van atravesando el cuerpo del bebé y construyendo lo que de a poco será su personalidad. Y van, además, redefiniendo algo en ese cuerpo que nada tiene que ver con la biología, sino con las palabras.

Prueba irrefutable de esto son, por ejemplo, los síntomas histéricos, en los cuales el cuerpo ve afectada alguna de sus funciones sin que haya justificación orgánica alguna para que esto sea así, o los trastornos de la alimentación que demuestran que, como en el caso de la anorexia, una persona de una delgadez casi mortal puede verse obesa. Evidentemente, hay algo en el cuerpo subjetivo que va más allá de lo biológico.

Es decir que el cuerpo físico, atravesado por las marcas del discurso, se independiza de la biología y toma un lugar propio ligado a lo simbólico de manera indisoluble. De allí que cada sufrimiento emocional se va a ver reflejado en el cuerpo y que, recíprocamente, cada acto que se ejerza sobre este, ha de marcar —para bien o para mal—, el modo de desear, de gozar o de sufrir de un sujeto.

Un paciente no es un ser libre. Por el contrario: es alguien que se encuentra sujetado. Sujetado a su historia, a su inconsciente, a deseos de otros, pero sobre todo, sujetado al lenguaje, a la palabra. A diferencia de la persona o del individuo, el sujeto existe con anterioridad a su propia gestación, desde el momento en que sus padres comienzan a desearlo y a poner en juego sus propios ideales sobre el futuro hijo. Más tarde, durante el embarazo, se va generando una realidad que aguarda la llegada del bebé y, cuando por fin se produce el nacimiento, ya hay un mundo que lo está esperando, un nombre y un deseo puestos sobre él.

Cuando un recién nacido, que en su vida intrauterina no había sentido jamás hambre o sed debido a su simbiosis con su madre, experimenta alguna de esas sensaciones por primera vez, entiende que no puede satisfacer por sí mismo esas necesidades y solo atina a llorar como acto reflejo de descarga de la tensión. Y es allí cuando aparece otro (un otro tan importante que habitualmente los analistas los escribimos en mayúsculas: Otro), generalmente alguno de los padres, y le da un sentido a ese llanto. «Ah, —dice la madre— tiene hambre», lo abraza, le da el pecho y lo satisface. Desde ese momento, el bebé comprenderá algo fundamental para su existencia: que todo lo que quiera a partir de ahora deberá pedirlo a otros, y que las palabras no solo lo comunican con los demás, sino que también lo atan a ellos.

A todo esto y más debe responder alguien que ni siquiera es capaz de mantenerse de pie y alimentarse por sí mismo. Por eso, no es de extrañar que para muchos vivir sea una tarea difícil y que, con el tiempo, comiencen a llevar cargas pesadas. No es nada fácil acarrear esa mochila y hay quienes solo pueden hacerlo al precio de su salud. Y así comienzan a aparecer los síntomas que son, antes que nada, una forma equivocada y patológica de responder a algunas exigencias internas o externas que se le presentan al sujeto. Este, imposibilitado de hallar la respuesta adecuada, encuentra en la enfermedad una manera costosísima de resolver sus conflictos.

¿Qué lugar podría encontrar la palabra en la superación de esos síntomas? He escuchado muchas veces decir que hablar hace bien, que la palabra cura. Esta afirmación ha llevado a muchos al equívoco de pensar que una conversación con un amigo, con un padre o, por qué no, con uno mismo, puede reemplazar a un tratamiento y es suficiente para producir un proceso de curación. Y no es así.

Para que esto suceda, es necesario que haya alguien que escuche de manera diferente aquello que el sujeto dice. Alguien a quien este le suponga un «saber hacer» con sus dichos, en quien confíe que va a escuchar lo que ni él ni los demás son capaces de escuchar. Y ese es, precisamente, el lugar del analista.

Este libro está atravesado por palabras que se cruzan y se repiten: silencio, angustia, llanto, deseo o miedo. No podría ser de otro modo si pretendo ser veraz con lo que ocurre en el transcurso de un análisis.

Un análisis es un proceso que tiene su origen cuando acordamos juntos, paciente y analista, comenzar un tratamiento. A partir de allí se inicia un devenir de acontecimientos que tienen un protagonista fundamental: el lenguaje. Pero no cualquier lenguaje; para nosotros se trata de un lenguaje a descifrar.

Una vez hubo un niño que, parado frente a unos símbolos raros e incomprensibles, tomado de la mano de su padre, lo miró fascinado y le dijo: cuando sea grande yo los voy a descifrar. El hombre se rio. Pero años después, ese chico cumplió con su promesa. Esos símbolos eran los jeroglíficos escritos en la piedra de Rosetta, y ese joven era Jean-François Champollion.

Con esa misma pasión vamos los analistas tras el discurso encriptado de nuestros pacientes. Con esa misma convicción escuchamos el relato de los hechos de su pasado y de sus sueños.

Entonces: palabras cruzadas. Eso es lo que todo el tiempo percibo cuando dirijo un proceso analítico. palabras que se cruzan en la mente del paciente y que vienen de su pasado: «Vos nunca vas a llegar a nada», «esta empresa va a ser tuya», «no naciste para ser feliz», «la homosexualidad es una enfermedad», «ni se te ocurra dejar de estudiar».

Palabras que se cruzan aquí y ahora y generan esa aparición del inconsciente a la que llamamos lapsus: soy una persona intolerable —me dijo cierta vez una paciente queriendo decir que era «intolerante». Y esa palabra que se cruzó en su discurso, «intolerable», generó un sentido totalmente diferente del esperado y nos abrió puertas que hasta entonces estaban cerradas. Palabras que se cruzan entre el paciente y el analista, y que toman la forma de la pregunta, el señalamiento o la interpretación.

Y por qué no, palabras que se cruzan en mi propio pensamiento durante las sesiones y que me empujan a la duda o la reflexión.

Palabras cruzadas. Esa es, en definitiva, otra manera de describir un proceso analítico: como una sucesión de palabras que se cruzan a partir del dolor de un paciente y que, con el deseo, la claridad y el valor necesarios, pueden conducir al develamiento de una verdad capaz de cambiar para siempre la vida de un sujeto.

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