La macabra historia del primer asesino serial del país que abusaba de sus hijastras y mataba a sus bebés

Gaetano Grossi o Cayetano, como lo conocían todos, atacó de manera atroz a sus propios hijos. Los crímenes ocurrieron a lo largo de 20 años y aunque solo le pudieron comprobar dos, creen que fueron cerca de diez las víctimas.
  • Cayetano Grossi, el primer asesino serial de la Argentina. Cayetano Grossi, el primer asesino serial de la Argentina.
  • Cayetano junto al cura Macceo. Cayetano junto al cura Macceo.
  • El primer asesino en serie de la Argentina. El primer asesino en serie de la Argentina.
  • Las madres de los niños asesinados. Las madres de los niños asesinados.
  • Cayetano fue fusilado por los crímenes de sus hijos. Cayetano fue fusilado por los crímenes de sus hijos.

Sacaba un papel del bolsillo del saco negro y lo volvía a guardar. Después le daba dos pitadas seguidas al cigarrillo y dejaba caer la ceniza al piso. El cenicero estaba repleto. Gaetano Grossi, o Cayetano como le decían en la Argentina, estaba sentado frente al padre Macceo en la capilla de la Penitenciaria Nacional. En unos minutos Cayetano iba a ser fusilado por el asesinato de sus propios hijos. Le probaron dos; investigaron cinco casos más, por lo menos. El tipo fumaba mucho. Debieron cambiarle un par de veces el cenicero para no manchar el mantel blanco con volados que llegaba hasta el piso y cubría una mesa redonda. La mesa y un par de sillas eran todo el mobiliario de la capilla, donde los condenados esperaban el momento final. Sobre la mesa había un candelabro que llevaba una única y larga vela y, al lado, un crucifijo más alto que el candelabro. Sentado frente a Cayetano estaba el cura Macceo, sacerdote de la Penitenciaría. Tenía una Biblia en su mano izquierda y le hablaba a Cayetano casi mecánicamente. El reo, por momentos, le clavaba la mirada, perdido.

“Io non sono un assassino, monsignore”, dijo de golpe. El resto de su frase era ininteligible para el sacerdote porque Grossi habló en su dialecto, el calabrés. Estaba diciendo que era injusto que lo mataran. Macceo venía escuchando las mismas palabras desde hacía horas. Deducía que el reo que quejaba de su suerte.

Durante los 1600 años que tiene el pueblo de Bonifati, en Cosenza, Calabria, nunca los jóvenes fueron más que los ancianos. Hacia 1878 seguía siendo un feudo dominado por algunas familias ricas, como los Carafa o los Telesio. El viejo feudo tenía entonces unos 3.000 habitantes, el castillo medieval y la Iglesia de la Anunciación. Domingo Cayetano Grossi, de 24 años, estaba en un momento de su vida en el que debía tomar una decisión. No le gustaban las tareas agrícolas ni tampoco trabajar la madera. No le gustaba la montaña ni el mar. Tampoco le interesaba probar suerte en Sangineto, el municipio más cercano a poco más de dos kilómetros, aún con menos habitantes que Bonifati.

No había muchas cosas que le atraigan de su pueblo y, maldiciendo su estirpe vulgar y la miseria a la que estaba condenado por eso, decidió evitar convertirse en uno de los ancianos de Bonifati. Abandonó a Rosa Ursomano, su mujer, a sus dos hijos, y viajó a Buenos Aires. Aquí fue botellero, afilador ambulante, mozo de cordel, vendedor de cacerolas. Finalmente carrero, dedicado a modestas mudanzas en la zona de la estación del Retiro.

A poco de llegar el calabrés se relacionó con sus compatriotas y especialmente con una mujer que vivía en la calle Artes 1438, corralón 6 (luego Carlos Pellegrini). Fue a vivir allí con ella, Rosa Ponce viuda de Nicola, y con las tres hijas de Rosa. A Cayetano no le gustaba que le dijeran Domingo y para todo el mundo pasó a ser Cayetano, el hombre de la casa. Las hijas de Rosa nunca fueron sus hijas, por el contrario, Cayetano se había convertido en el hombre de la casa para las cuatro mujeres. Era la pareja de Rosa y el hombre de Clara, Catalina y María. Con Rosa tuvieron tres hijos, Carlos, Teresa y Lorenzo, que llevaban su apellido. Habían tenido dos hijos más pero murieron a poco de nacer. Fueron a los únicos que Cayetano permitió vivir, a los hijos que tuvo con las tres hermanas a lo largo de 20 años, no. Era tan llamativa la brutalidad con la que trataba a las mujeres como la sumisión que ellas demostraban. Pero ninguna decía nada sobre el destino de las criaturas. Había poca comida y no podían darles de comer a más bocas.

Con Clara, la hija mayor de Rosa, Cayetano tuvo al menos dos hijos, una beba que nació en mayo de 1896 y un varón nacido en 1898. Cayetano le dijo a Clara y a sus otras mujeres, luego de los nacimientos, que llevaba a las criaturas a la Casa de Expósitos, cuando en realidad los tiraba o los quemaba. Clara nunca los volvió a ver. Cayetano había hecho de comadrón en todos los partos. Cortaba el cordón umbilical a unos cuatro o cinco centímetros del ombligo; enseguida y sin lavar a la criatura, la envolvía en un pañuelo grande o en una arpillera y se los llevaba. Los vecinos veían a las mujeres embarazadas y al cabo de unos meses la panza había desaparecido pero no se veían más niños en la familia. Todos los vecinos y conocidos sabían lo que ocurría pero nadie indagaba demasiado.

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Cayetano hizo desaparecer a todos sus hijos; a los últimos los había tirado por ahí. Nunca supo que a uno de ellos lo habían encontrado. Fue a las cuatro y media de la tarde del 29 de mayo de 1896. Un carrero llamado Natali Raffo avisó a un policía, Jorge Reyné, que había encontrado un cuerpo en la quema de basura. El cuerpo era el de una criatura. Estaba descuartizado y sólo quedaban algunos huesos. Los médicos forenses descubrieron que esa criatura había nacido con vida, es decir que tuvo vida extrauterina, y que la muerte se produjo por fractura de cráneo y desarticulación de los miembros. La Policía estaba desorientada frente a ese hallazgo.

El caso pasó al juez Narciso Rodríguez Bustamante. Todo quedó en el olvido durante dos años. El mismo juez, el 5 de mayo de 1898, recibió un parte similar al de 1896. Que un tal Ramón Debesa, que iba recolectando trapos junto con su mujer, Petrona Olmos, en la quema de basuras, halló envuelto en retazos de ropa el cadáver de una criatura de pocos días de vida. Buscó a un policía y encontró al agente Cirilo Centeno, quien avisó a la comisaría. De inmediato vino el antecedente de aquel bebé descuartizado que fue hallado un par de años antes. Pero esta vez el cuerpo estaba envuelto en un trozo de cotín de color blanco y colorado y sobre éste un saco de hombre de casimir negro bastante usado y muy remendado. Alrededor del cadáver, entre muchos pedazos de género de diferentes clases y colores, había dos batas de mujer de género negro, una servilleta marcadas con las letras N.D.R., todas hechas con hilo colorado. La autopsia determinó que esta segunda criatura había vivido cuatro días luego de su nacimiento. Lo habían estrangulado. Y, acaso lo más importante, la data de la muerte era de cuatro días atrás.

Los carreros contaron lo que sabían sobre Cayetano y las mujeres Nicola. Era repulsivo para ellos como vivía esa gente, amontonados, con un hombre que hacía de macho de varias, y ninguno, ni él ni las mujeres, lo ocultaban. Embarazos que llegaban a término y las criaturas que nunca aparecían. Todos sabían de qué se trataba. Nadie nunca dijo una palabra, hasta que la Policía preguntó. Una partida fue a la casa de la calle Artes (luego Carlos Pellegrini) el día 9 de mayo. Lo que vieron no les gustó para nada. Repararon en las ropas de los ocupantes y en la actitud de rechazo que tenían las mujeres y el hombre cuando los vigilantes preguntaban sobre sus parentescos.

Los policías volvieron el 10 de mayo, a las 17.30. Esta vez los agentes de la comisaría 12ª tenían una orden de allanamiento del juez Bustamante, que la firmó pensando que allí podían encontrar ropas que coincidieran con aquellas que se hallaron en los cuerpos de los bebés. En la primera habitación, cerca de la entrada de la casa, al lado de un pesebre, en el ángulo nordeste, había una cama de hierro para dos personas bien arrimada a la pared. Clara estaba acostada allí, muy enferma.

Corrieron la cama hacia el centro de la pieza y en un ángulo sacaron una piedra como de dos kilos de peso, enseguida una tabla de una pulgada de espesor y de 20 centímetros de ancho por 50 de largo, y luego una lata que parecía haber sido de querosene. Sacaron de la lata un envoltorio de arpillera. Pusieron ese pequeño bulto en el piso y lo desenvolvieron. Apareció el cadáver de un niño en cuyo cuello se veían varias vueltas de un pañuelo y un fuerte nudo.

Había muerto estrangulado. Ese pequeño era hijo de Clara. Ella estaba acostada por efectos del reciente parto. Ante el terrorífico cuadro, Grossi les echó la culpa a las mujeres y ellas coincidieron en señalar a Grossi como el culpable. Hasta el mes de mayo de 1898, Clara había tenido cuatro hijos con Cayetano y Catalina uno, todos los cuales fueron asesinados al nacer por Cayetano. Finalmente, los ocupantes de la casa confesaron que las tres criaturas descubiertas eran de Clara y de Grossi. Pero éste negó todo, solo admitió que se deshizo del nacido en 1896. Y que al ultimo lo mató por pedido de Clara. Luego volvió a negar todo y a decir que los hijos no era suyos. Cayetano no sabía cómo defenderse y se complicaba cada vez más. Todos reconocieron como propias, al fin, las ropas que envolvían a los pequeños asesinados.

El juez tenía frente a sí al primer asesino serial registrado de la historia argentina. Un Cronos de carne y hueso que en lugar de devorar a su descendencia, la estrangulaba y descartaba.

El 20 de diciembre de 1898 el juez Ernesto Madero dictó la sentencia. Se preguntó cuál había sido el móvil de los crímenes de recién nacidos. No era precisamente ocultar la deshonra de las parejas de Grossi, pues las mujeres Nicola hacían gala de ella, paseándose por la calle con sus panzas de embarazadas.

“… Clara llegó incluso a sentarse en la vereda durante la fiestas de carnaval cuando su estado de embarazo era sumamente notable –escribió el juez–. No ocultando su embarazo las concubinas de Grossi, no podía guiar a éste al dar muerte a sus hijos, el móvil de ocultar la deshonra ya que era pública, de modo que sólo un sentimiento de sórdida codicia o de ferocidad pudo llevarlo a cometer esos delitos”.

Madero lo condenó a morir por fusilamiento. A Rosa y a sus hijas Clara y Catalina les impuso tres años de presidio por encubrimiento. Recién el 5 de abril de 1900 la Cámara confirmó la pena reduciendo sólo la de Catalina a dos años de cárcel. De los cinco jueces de Cámara sólo el juez Miguel Estévez votó por cambiar la muerte de Grossi por prisión por tiempo indeterminada. Dijo que, a su criterio, la prueba en su contra eran principalmente las declaraciones de las mujeres, personas que por su degradada vida, por su condición de procesadas y por la participación que tuvieron en los infanticidios, no pueden ser tomadas como prueba sólida.

A las cinco de la mañana del 6 de abril le anunciaron a Cayetano que tendría su última visita. No quería ver a nadie particularmente y no pareció extrañarse ni complacerse cuando a la capilla entró Carlos, de 19 años. Hacía un año que Carlos no veía a su padre y ahora lo miraba con curiosidad. No había otra expresión en su rostro que demostrara sentimiento alguno. Sólo curiosidad, la única razón que lo había movido a ver a quien consideraba un animal. Jamás Cayetano le había demostrado un sentimiento, ni de niño ni de adolescente. Lo había tratado como una mascota, a la que a veces le pegaba para que no hiciera pis en un rincón de la casa.

Carlos se le quedó mirando. Cayetano era para él un espécimen que recibiría su merecido y por la única razón que justificaba su presencia allí era porque lo vería morir. Cuando Cayetano le tendió la mano, Carlos se quedó inmóvil. El más chico, Lorenzo, no quiso entrar a la capilla pero un guardia lo empujó con cierta brusquedad. Lorenzo le tenía miedo a su papá, como le había temido Carlos cuando tenía la edad de su hermano. Se quedó cerca de la entrada y no quiso acercarse más. Por el contrario, cuando éste fue a su encuentro con el amague de abrazarlo, el chico se dio media vuelta y se puso las manos en la cara. Temblaba de miedo. El padre Macceo le habló para tranquilizarlo y lo abrazó.

Cayetano se sorprendió al ver a su tercera visitante. Era su hija Teresita. Como Lorenzo, se quedó en la entrada y apenas lo vio se echó a llorar. Cayetano buscó ponerle una mano en la cabeza para acariciarla pero ella retrocedió. Sólo lloraba y se tomó el estómago como si le doliera la panza. Macceo ordenó al personal de la Penitenciaria que se llevara a los chicos.

El sol salía y se ocultaba. Faltaban 20 minutos para las 8 de la mañana. Cayetano se mostraba nervioso ahora. Un médico vino a tomarle el pulso y confirmó que estaba muy alterado. El reo puso una mano en el bolsillo de su saco y tomó un papel arrugado. Sabía lo que estaba escrito en ese pedazo de papel porque él se lo había dictado a un amigo que lo había ido a ver a la prisión, poco después de conocerse la pena de muerte. Era como una especie de últimas palabras dirigidas al juez Madero.

“Yo recibo con resignación la pena que me ha impuesto, pero soy inocente. Yo no soy culpable de las muertes de esas criaturas porque las culpables son esas mujeres que me han acusado asesino de sus hijos. Yo no soy el padre de las víctimas: los padres de esos niños eran los amantes de las mujeres Nicola. Si yo fuera un asesino tan feroz, yo hubiera matado a mis hijos con la madre. ¿Cómo es posible que una madre haya permitido que yo asesinara a sus propios hijos? ¿Por qué no me acusaron ante la Policía cuando yo salía a la calle, las madres de las víctimas? No siento morir, y hago esta declaración por el amor a mis hijos legítimos”.

A la capilla llegaron el juez, el coronel Juan Carlos Boerr, director de la Penitenciaría, y una escolta de soldados. Dos guardias entraron e hicieron incorporar a Grossi, que estuvo casi toda la noche sentado en la misma silla al lado de la mesa redonda con el crucifijo y el candelero. Se pusieron a sus costados. Grossi prendió otro cigarrillo pero le sacaron la caja de fósforos. Le ordenaron tirar el cigarrillo y caminar hacia la salida. El cura Macceo iba detrás. Lo iban a fusilar en el jardín del penal. Grossi caminó despacio. El sol ahora había salido a pleno. El destacamento a cargo de la ejecución estaba integrado por el capitán Manuel Medrano y los tenientes primeros Rosa Burgos y Calisto García. También lo esperaba el abogado defensor de oficio de Grossi, Marcelino Torino.

La silla estaba dispuesta debajo de un árbol frondoso. Tenía un respaldo alto. Antes de llegar, un soldado y Macceo tomaron a Grossi de los brazos, lo llevaron hasta el banquillo y lo sentaron con un empujón. A su frente estaba el grupo de tres soldados que le dispararía, más los oficiales a un lado y el sargento 2º Emilio Lascano que se encargaría de darle el tiro de gracia. El soldado le ató las manos a la espalda y luego con una correa le dio vueltas al cuerpo para sujetarlo a la silla. El cura le vendó los ojos con un pañuelo blanco. El sol se ocultó otra vez. Los soldados estaban ya preparados a unos tres metros de distancia del condenado. Detrás del destacamento de soldados había un grupo de funcionarios que custodiaban el ataúd donde pondrían el cadáver del ajusticiado. Los demás se habían corrido hacia los costados y a una mayor distancia. Un fotógrafo se puso en diagonal a Grossi y captó la escena exacta de la descarga. Al recibir los balazos, Grossi se inclinó hacia su derecha.

Lascano se acercó con su fusil y se colocó a la izquierda de Grossi. Levantó el arma y le apuntó a la cabeza desde una distancia de 50 centímetros. Disparó. Cuando bajó el fusil se cuidó de que su uniforme no estuviera manchado. No lo estaba. De inmediato se acercaron funcionarios de la Penitenciaría cargando el ataúd de pino. Lo pusieron al lado del cadáver que permanecía aún atado a la silla. El sol volvió a salir. Le quitaron las vendas de los ojos. Uno lo sostenía del brazo izquierdo haciendo fuerza para que el cuerpo no se doblara totalmente hacia adelante. Finalmente lo desataron y entre tres lo colocaron en el cajón. Los mismos tres guardias más otro lo levantaron y lo cargaron. El sol ya no se ocultó más.

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