Memoria. Verdad. Justicia.

Por Osvaldo Bazán
Memoria. Verdad. Justicia.

Ana cumplió a rajatablas todas las órdenes dadas por el gobierno durante la cuarentena. Hasta que un día vio la foto de la fiesta de cumpleaños de la primera dama en Olivos.

Golpeó la pared con tanta fuerza que se rompió la mano.

Se largó a llorar.

La tristeza le llega hasta hoy.

En Pampa de Olean, en Córdoba, los ciclistas se las arreglaban para salir solos, a escondidas, en medio de los cerros, por lugares donde ni los animales se atreven. Hasta allí llegaba la policía para detenerlos.

Laura paseaba su perro en Villa Pueyrredón, en CABA. Eran las 6 de la mañana. No había nadie. Tuvo que discutir con la policía que se la quería llevar presa.

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Como Sarita que a sus 86 años peleó con policías que no le permitían tomar sol, sola, en los parques de Palermo. Les dijo que eran “cuatro estúpidos metidos en un patrullero para que hagan estupideces”. Su ejemplo no cundió.

A Enrique se le murió un amigo; le entregaron sus cenizas, pero los retenes y permisos exigidos, impidieron que se las llevase a su familia. Durante meses, las cenizas del amigo viajaron en el baúl de su auto.

Martín vive en un barrio cerrado en Pilar. Después de meses lo dejaron caminar por las calles internas, arboladas, anchas. Apareció un guardia -un guardia cualquiera, un guardia de un barrio cerrado- para obligarle a caminar en el sentido “correcto”, no a contramano.

En mayo del 20 Paula intentó, después de un viaje de horas, entrar a la provincia de Santa Cruz, por Ramón Santo. Había un problema, eran más de las 20 horas. No estaba el médico que medía la temperatura y por eso no podían cruzar hasta el día siguiente. Casi pasan la noche congelados en el auto, finalmente un policía se apiadó.

Chela encontró en CABA una manera de sortear las ridículas normas. Sacaba permisos de cuidar personas -para eso ponía el nombre de amigos en toda la ciudad- y así podía tomar el subte, dar una vuelta por el centro, vivir un poco.

Diego, en Guaymallén, fue a un parque cerca de su casa, con su hijo. Un policía municipal los fotografió y les dijo que no podían estar ahí. No fue lo peor que le pasó. Por no poder hacer quimioterapia, su papá murió.

A Bruno Videla lo escracharon en C5N: “Quiere matar a los abuelos”, le dijeron públicamente. ¿Su delito? Pedir que abriesen las escuelas.

Cecilia iba a ponerse la vacuna de la gripe, con su nene de 3 años, en CABA. El nene “para asustar al virus” iba con una máscara de Spiderman. La policía los paró, le hicieron sacar la máscara para que se pusiera un tapaboca.

En San Nicolás, provincia de Buenos Aires, llevaron preso a un delivery de Rappi porque el muchacho se sentó a ver su teléfono. Estaba prohibido sentarse.

En Jardín América, Misiones, aislaron a la población, les prohibieron salir de sus casas. Los patrulleros pasaban con altoparlantes, con mensajes fúnebres.

Los autos macabros fueron un clásico en cuarentena. En Lobería, Buenos Aires, eran los bomberos que pasaban a las 18 tocando sirenas para que todos se encierren.

Megáfonos y luces estridentes difundieron terror a la población en todo el país durante meses.  

A Carlos, en Bandera, Santiago del Estero, le secuestraron por 60 días la camioneta por conducir sin barbijo. Iba solo.

Valeria quería correr en el parque en Rosario.

La policía la frenó.

Sólo le permitían caminar.

Correr estaba prohibido.

 Susana, también en Rosario, salía por el Parque Urquiza y cuando aparecían los patrulleros con sus sustos e intimidaciones se escondía en la barranca hasta que se iban.

Comprar un poco de comida a un cadete en la parte más oscura de un terraplén en la ruta, en Pehuajó, como si fuese una transacción del narcotráfico. Eso tuvo que hacer Adrián, transportista, para poder comer.

El hermano de Alicia, de Neuquén, cuando se enteró que su mamá estaba internada con cáncer en Rosario, agarró a sus nenas de 6 y 7 años y fue a visitarla pero no los dejaron entrar a la provincia de La Pampa. Alicia tuvo que mandarle un certificado con el diagnóstico médico para que pudieran pasar por la provincia.

Quique también tenía que ir a Santa Rosa, en La Pampa. Cuando entró a la provincia le precintaron la camioneta para que no pudiera bajarse. Lo esperaba la policía en la ciudad para verificar que no había violado la prohibición. Estaba prohibido bajarse de una camioneta. Ocurría en varias provincias en donde los pasajeros no podían parar para ir al baño hasta cruzarla en su totalidad. Formosa fue cercada y ni las denuncias internacionales amedrentaron al dictador Insfrán.

Verónica es hipoacúsica, estuvo internada por covid. Como se comunica por lectura labial no tenía manera de entender qué le decían enfermeros o médicos. Para los hipoacúsicos, el barbijo fue una barrera peor que para todos los demás, un aislamiento al cuadrado.

En el Barrio Portal de los Andes, en San Juan, las casas en donde había algún contagiado eran fajadas con carteles y les ponían retenes policiales en la puerta.

Aunque estamos haciendo todo lo posible por olvidar los dos años que nos robaron, todo eso está ahí, todo el tiempo.

En Lincoln, provincia de Buenos Aires, un matrimonio salió en su moto a hacer compras. Los paró la policía y les dijo que no podían ir dos personas juntas. Explicaron que eran matrimonio, que vivían en la misma casa, que tenían una vida en común.

No sirvió.

Los subieron a los dos al patrullero que debieron compartir, amontonados, con tres policías más.

 En toda la Argentina, durante meses, dos integrantes de un matrimonio no pudieron ir sentados uno al lado del otro en su propio auto.

 Uno debía ir en el asiento de atrás.

 Porque sí.

 El virus del miedo fue instalado cómodamente en el mundo, pero en este país fue más duro que en casi cualquier lugar. Pocos fueron los países que estuvieron tanto tiempo cerrados, que tuvieron tantos muertos.

Descubrimos, con pavor, que había una sociedad dispuesta a ser carceleros de sus vecinos.

Los gritos destemplados desde los balcones contra madres que llevaban a dar una vuelta a sus chiquitos aterrados; la acusación de “asesinos” a quienes nos sentamos en la vereda de un bar -cuando eso ya estaba permitido-; los insultos en grupos de Whats App; los piedrazos a gente que salía, simplemente, a correr; los periodistas que, gozando de permisos especiales, encaraban a cualquier ciudadano como si fuese un terrorista: no sabíamos que había tanto carcelero voluntario; fue terrible encontrar entre parientes y conocidos tantos cómplices del autoritarismo más rancio e ignorante.

Vivir en una sociedad donde muchos de sus integrantes gozaron coartando las libertades de los demás y se dejaron acríticamente manejar por datos que nunca fueron claros, es asfixiante.

Y nadie pidió perdón.

Sí, la cuarentena fue una herramienta usada por la enorme mayoría de los países. Y al comienzo fue útil, entre la desorientación y la desinformación. La OMS aconsejó que las cuarentenas no fueran extensas.  En muy pocos países fueron tan brutales y acientíficas como acá, con casi dos años de escuelas cerradas y “clases virtuales” por Whats App.

La puerta a todos los demonios fue abierta por el DNU 297/2020 de Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio que funcionó desde el 31 de marzo del ‘20 hasta el 31 de enero del ’21. Aunque después -y durante, porque todo fue confuso- funcionó el Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio. El ‘21 también fue un año de encierros.

La reglamentación vino acompañada por constantes retos a la población, a la que se trató como un niño caprichoso y no como a ciudadanos desesperados por ver cómo su salud, su economía y su vida misma se perdían para siempre entre monsergas despóticas y bravuconadas autoritarias.

La empatía fue el primer desaparecido de la cuarentena.

El Presidente de la Nación, que el 12 de marzo del ’20 declaró por radio que con un té caliente “se moría” el virus –“la gripezhinha” de Bolsonaro- sólo 13 días después dijo: “Y a los idiotas les digo lo mismo que vengo diciendo desde hace mucho tiempo: la Argentina de los vivos que se zarpan y pasan por encima de los bobos, se terminó, se terminó, acá estamos hablando de la salud de la gente, no voy a permitir que hagan lo que quieran. Si lo entienden por las buenas, me encanta, sino, me han dado el poder para que lo entienden por las malas”.

Lo dijo, ni más ni menos, que en el programa de la esposa del confirmado por la justicia de Estados Unidos como intermediario de las coimas de Aysa, Corcho Rodríguez, la simpática Verónica Lozano, la de las obvias referencias diariamente televisadas contra el bullying y las mojigangas superficiales sobre solidaridad, feminismo y empatía, que se la agarró con el periodista Nicolás Wiñaski, tomándole el pelo de manera brutal porque Nicolás había dicho por televisión que sufría el hecho de no poder conocer a su sobrina nacida meses antes.

Seguramente que Wiñaski haya investigado el direccionamiento de contratos millonarios de Aysa con Odebrecht que ahora determinó al marido de la presentadora televisiva como “partícipe necesario” de la maniobra nada tuvo que ver en la tirria de Vero.

Dije “tirria”, no “tibia”, que ese fue otro problema.

El mensaje autoritario se refrendó ya en términos políticos, cuando en la ciudad de Buenos Aires se permitió -bajo condiciones extremas- salir a correr, el Presidente bramó, también en Telefé: “Querían salir a correr, salgan a correr. Querían salir a pasear, salgan a pasear. Querían locales de ropa abiertos, abran los locales. Pero estas son las consecuencias”.

Y el virus del autoritarismo se inoculó en cientos de miles de argentinos. Algunos, con un arma encima.

No murieron por pandemia sino por cuarentena varias decenas de argentinos.

Las listas que este diario recopiló y publicó -dificultosamente, con la ayuda de tuiteros y pequeños medios locales-  en junio (www.elsol.com.ar/el-sol/persiguiendo-idiotas/) y en septiembre (www.elsol.com.ar/el-sol/persiguiendo-idiotas-ii/) tuvieron lamentablemente muy poca repercusión, hay que decirlo.

Pocos se animaron a desafinar en el coro de los turiferarios.

Intelectuales, artistas, sindicalistas, periodistas y académicos que no tuvieron la menor duda de salir con el cartelito “¿Dónde está Santiago Maldonado?” hicieron lo que mejor saben hacer ante gobiernos peronistas: adular y esconder la basura bajo la alfombra.

Luis Espinoza, Facundo Astudillo, Valentino Correa, Ariel Valerian, Ezequiel Corbalán, Ulises Rial, Franco Maranguelo, Mauro Coronel, Franco Isorni, Alan Maidana, Lucas Verón, Miguel Liano, Walter Nadal.

Nadie habla de ellos.

Florencia Morales fue detenida y asesinada por la policía de San Luis el 5 de abril de 2020. En ese momento, la actual Ministra de las mujeres, géneros y disidencias nacional, Ayelén Mazzina, era Secretaria de la Mujer en esa provincia. Nunca, ni antes ni ahora, dijo una palabra del caso o se acercó a la familia.

En soledad, la periodista tucumana Mariana Romero contó estos días en detalle el juicio a los policías que mataron a Luis Espinoza. Es un relato escalofriante. Ningún medio nacional se hizo eco.

Con bombos y platillos, el gobierno anunció el inicio de la vacunación el 28 de diciembre del ’20, cuando había 48.281 muertes. Se supone que si allí empezó la vacunación, con la población inmunizada, el número más alto ya había ocurrido.

Sin embargo, el pico de muertes fue el 1 de junio del ’21.

Seis meses después de comenzada la vacunación. 

¿Cómo es que se dio esto?

El ritmo de vacunación fue tan lento, los esfuerzos denodados por meter la versión peronista de la geopolítica con “dear Anatoly” (sí, una funcionaria argentina, Cecilia Nicolini le escribió una carta a un funcionario ruso rogándole por favor la segunda dosis de las Sputnik para poder apoyar al proyecto ruso), la terca negativa de usar una vacuna que nos correspondía -Pfizer-, estigmatizada hasta por Nacho Copani; la astracanada de inventar que la empresa farmacéutica exigía los glaciares, como afirmó el integrante del Instituto Patria y actual director de Ioma, Jorge Rachid fueron los responsables de más de 14.000 muertes evitables.

Cuando el esfuerzo lo hizo la sociedad civil, en 2020, las muertes fueron bajas.

Cuando la responsabilidad fue de los gobernantes, en 2021, explotaron las muertes.

No hubo casualidad ni en el vacunatorio VIP ni en la inoculación en masa de familiares y militantes, incluidos los padres de la ministra de salud, el jardinero de la vicepresidenta, los periodistas amigos y los padres y los suegros del ministro de economía.

Sabían que no había vacunas por su desastrosa gestión.

En muertos por millón, en el continente, Argentina está tercera, después de Perú y Brasil.

Sí, se robaron las vacunas y las repartieron en “la Argentina de los vivos”.

Sí, hicieron fiestas y encuentros no permitidos en “la Argentina de los vivos”.

Sí, nos tomaron el pelo.

Sí, cerraron las escuelas.

Sí, nos fundieron.

Sí, nos mataron.

Sí, ni el presidente ni la vice dijeron una sola palabra de compasión sobre lo que sufrió la población.

Si, primero secuestraron y después pisotearon las piedras de aquellos que no pudieron despedir a sus muertos.

Y se rieron de las piedras “de la derecha”.

A tres años de instaurada la cuarentena: Memoria. Verdad. Justicia.

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