Fueron días largos para el presidente Alberto Fernández, que oscila entre el envalentonamiento y el enojo.
Sigue convencido de que los números económicos no se reflejan por la alta inflación, pero que el sendero de crecimiento es importante y se va a ver reflejado en el corto plazo; es su único nutriente para anotarse en la reelección.
Soportó estoico un nuevo round de embate de dirigentes cristinistas que lo dan por terminado y lo fustigan todos los días en privado, acompañó a su mujer en una pequeña intervención quirúrgica que salió exitosa, estudió encuestas de imagen de los integrantes del Frente de Todos -está convencido que la situación de Cristina no es reversible y sólo va a empeorar-, reiteró a cuanto dirigente vio que lo importante es reunirse y avanzar para que no gane Mauricio Macri el año que viene y cruzó a un marginal participante de Gran Hermano que lo acusó de corrupto.
Hay una idea que viene atravesando el oficialismo y que tiene que ver con una premisa básica: si gana Mauricio Macri o Patricia Bullrich el año que viene, el escenario será trágico. Lo cree Cristina, Alberto y esencialmente Martín Soria, militante y ministro de Justicia que se encarga con fracasos sostenidos en el tiempo del lobby judicial.
"Acá podemos tener internas, podemos discutir, pero hay que cerrar puertas adentro y ganar, porque el año que viene vamos todos presos". La frase es del versátil Jorge Ferraresi, hombre fuerte de Avellaneda y otro denunciado por corrupción dentro de la órbita populista. La hija del intendente con licencias solía moverse en autos de alta gama a nombre de empresas contratistas del estado municipal, lo que derivó en denuncias por desvío de fondos tres años atrás. La metodología era la clásica: dos albañiles fundaban "la empresa" y entraban al directorio uno o dos años más tarde empresarios para no llamar la atención que cobraban contratos millonarios de obra pública en el distrito, todos vinculados directamente con Ferraresi. Es decir, el pánico del hombre leal al populismo y que homenajea frecuentemente la figura de Hugo Chávez, tiene asidero ante un triunfo del ala dura de Juntos por el Cambio.
Es decir, en el Gobierno hay una certidumbre: no se va a respetar el Estado de derecho, si gana Macri o Bullrich, se van a violar los pasos y se va a lograr a como dé lugar que se apresen los funcionarios que hoy toman decisiones. Es sabida la condena que sufrirá Cristina Kirchner, que se sabrá antes de Navidad, en la causa Vialidad. Eso explica el vértigo populista por modificar el jefe de fiscales y hasta la Corte Suprema de la Nación en un trámite exprés, como si fuera algo carente de rasgo histórico.
Alberto cree que la imagen de Cristina es irrecuperable, que en la interna ella lo derrotaría a él y a Sergio Massa, pero que en la calle él la supera ampliamente. La calle remite al voto independiente, los que no militan o son empleados del Estado que podrían tener un vínculo afectivo/transaccional con el kirchnerismo. Los insultos y descalificaciones de La Cámpora no le preocupan: "No tienen nafta, no hay que darles entidad", repite en privado cuando le cuentan las declaraciones. "El Cuervo y toda esa mierda putean lo que le mandan a decir y después vienen a pedir perdón, un clásico", razona en privado Alberto en alusión a las constantes críticas de Andrés Larroque, fronting del más guionado y pasional cristinismo adolescente.
Considera "muy orga, están desorientados" a los ya para nada jóvenes que acompañan a Cristina y maldicen cada una de las medidas que Alberto toma en soledad, sin consultar, como fue el último recambio ministerial con la llegada de Victoria Tolosa Paz, mujer a la que Cristina detesta.
El fuego amigo agota al presidente, que esta semana en particular condenó a los periodistas en privado. Raro en un hombre que sostuvo con lucidez durante la crisis de 2008 que el error, entre otros, de Néstor y Cristina Kirchner era la descalificación constante a los medios de comunicación.
La encerrona de repetir errores lo visita seguido al presidente, que no soportó que un marginal sentado en una reposera de un reality show diga que es corrupto sin un dato, sin nada. "No es un imbécil que me acusa, es Viacom, es Telefe dejando que un tipo me diga corrupto y no lo voy a permitir", le dijo a varios que lo visitaron ese día.
Otra vez la obsesión con los medios de comunicación. Quienes lo conocen dicen que tiene que ver con sus raíces de ser hijo de juez y la honorabilidad que eso le genera. Lo cierto es que para quien convive con Cristina Kirchner, Sergio Massa y La Cámpora dentro de un espacio político, no está mal ofenderse por la acusación, el problema sea tal vez la dimensión de quien acusa.
Todo terminó peor gracias a la portavoz, amiga del presidente y el peor lastre que lo acompaña: pedante, nerviosa y pésima comunicadora, dueña de un estilo vetusto y desdibujado que nadie soporta. Ironiza con periodistas y no sabe plantear ejes discursivos, lo que la muestra poco idónea en cada conferencia de prensa en la que intenta sin talento ni gracia ponerse por encima de la trágica coyuntura nacional.
Gabriela Cerruti fustigó entonces a un educado colega de CNN cuando preguntó, lo que derivó en más tensión y más relieve a un tema que el presidente debió haber evitado. Lo mismo pasó con el libro de Silvia Mercado que verá la luz en estos días: la portavoz enfureció cuando se lo trató de alcohólico al presidente y aseguró que es abstemio. Las dos cosas son falsas, la hipertrofia discursiva de Cerruti, un problema que el jefe de Estado deberá resolver si pretende tener una comunicación profesional de crisis de cara a las PASO del año que viene.