Crece un sentimiento generalizado de país roto. País roto no sólo por el bullicio y el alboroto que provoca el fanatismo religioso hecho ideología política, además de todo lo que lleva implícito eso: un nivel de manipulación de las sectas llevado al extremo por sus líderes. País roto porque toda su dirigencia, con las excepciones del caso, no se está ocupando de lo importante, quizás porque a quien le toca la máxima responsabilidad no tenga la menor idea de qué hacer, ni cómo. La discusión pública demuestra que se está sin rumbo en la Argentina, claramente.
Mendoza está ingresando en el mismo clima que domina al país luego de haberse comportado por décadas como una suerte de mojón en la ruta o, más gráfico para otros, como un verdadero oasis institucional en el desierto de una nación que se ha ido convirtiendo en una caricatura, casi, de lo que fue y luego de haber sabido jugar –y vaya si lo hizo y más que bien– en las grandes ligas del mundo civilizado, desarrollado, culto y emprendedor.
No es de ahora, sino desde varios años a esta parte que en Mendoza todos repiten, de forma unánime, el diagnóstico y las causas del estancamiento. Por eso es que puede que sorprenda por qué no se puede detener el camino hacia el ostracismo. Hay quienes le apuntan exclusivamente a la tendencia deprimente que ha tomado el país, a la macroeconomía si se quiere en términos específicos y técnicos.
Pero hay otro tipo de drama que se padece en la provincia y que no necesariamente tendría que estar supeditado a lo que ocurre en el plano nacional. Es el de los acuerdos mínimos y comunes respecto de lo que hay que hacer, aunque se tengan diferencias y todos defiendan tenazmente lo que plantean. Pero también en ese plano, en el que debiese reinar el sentido común y dar clases sobre eso, el clima mal oliente de la nación marca y determina su predominio al lado de la cordillera. Y es a todas luces un fracaso el hecho de que en Mendoza su dirigencia haya sido subsumida por la decadencia y el subdesarrollo que muestra su par en la nación. O será que se siente igual.
Muchos sueñan con que las mayorías silenciosas en algún momento se impongan y coloquen las cosas en su lugar. Las elecciones sería el vehículo natural para que ello sucediera. Ocurrió en Chile pocos días atrás con el rechazo a la nueva constitución que los convencionales habían elaborado. Lo que allí no vieron venir, parece, es que tanto la derecha extrema como la izquierda se vieron sorprendidas por el resultado. Esa visión fue confirmada este fin de semana por José Miguel Insulza, el ex secretario general de la OEA, ex canciller chileno y actual senador, entrevistado en radio Nihuil.
A nivel país, se sabe, demandará mucho tiempo reconstruir todo lo que ha sido arrasado, especialmente en materia cultural y educativo. Sin esos dos pilares restablecidos con una dirección definida hacia la tolerancia y el entendimiento entre la mayoría, es poco probable que se den los cambios económicos que se necesitan. Pero ese tiempo indefinido para las concreciones en Mendoza y para su bien tendría que ser más corto si se apela a la historia cercana. Si hay un aliciente, debiese venir por ese lado: que de pronto toda la dirigencia tome conciencia de la gravedad de las cosas y lo que esté en sus manos lo modifique y transforme.
En la nación –hay que tomar nota de estas cosas–, un grupo de universidades y ciertos ámbitos de estudio de excelencia en otros tiempos prestigiosos; las empresas públicas casi en su conjunto; diversas organizaciones del tercer sector que hasta un tiempo a esta parte se conducían con criterios objetivos y científicos y que dejaron de hacerlo y la iglesia, ahora más que nunca tras el acto político al que se viene de prestar en la basílica de Luján, han sido en su mayoría cooptadas en su esencia. Hoy son vehículos para otros intereses, menos para los que fueron pensadas e ideadas en algún momento.
Mendoza tiene que escaparle a eso. Porque, entre otras cosas, de entrar en esa línea inconducente, les afectaría las salidas a los problemas que más la acucian, como por ejemplo el crecimiento, la ausencia de empleo genuino, la falta de calidad de ese empleo y, por consiguiente –o junto con eso– los salarios bajos y, en términos generales, la apatía y la desmotivación.
Por eso es que las señales que la provincia tiene desde un buen tiempo atrás indican que se ha equivocado el camino. Tampoco se trata de que no exista discusión y análisis a fondo sobre las necesidades, sino que se encuentre un punto en común y se avance. La cerrazón y las trabas al desarrollo de todo tipo se han llevado años que pudieron haber sido aprovechados y, sin embargo, lo que han dejado han sido indefiniciones, dudas y extravagancias. Por caso hubo obras que se pensaron y se proyectaron hace cuando menos 50 años y cuando se reflotaron, luego de haberse paralizado esperando financiamiento o una mejor oportunidad, se tuvo que reactualizar todo lo hecho y cuando se hizo lo que se tenía que volver hacer, las fuerzas de la incompetencia y del no hacer nada, las volvieron a planchar. Ejemplos sobran, sólo hay que ver en materia de infraestructura hídrica lo que está ocurriendo.
Las señales están en todos lados. A nivel institucional, por caso, con las reformas de la Constitución y la del funcionamiento de la Corte. No van por buen camino porque es nulo un mínimo de acuerdo sobre lo que se debería modificar entre las fuerzas políticas. Y porque nadie está dispuesto a permitir destrabar los bloqueos, los extremos sobresalen. Y como todo sigue así desde hace tiempo no hay otra conclusión que sacar que no sea la del conformismo total del oficialismo y de la oposición. Será hasta que las mayorías silenciosas hagan saber su disgusto y su fastidio por tanta desaprensión. Y como en Chile, de alguna forma y manera determinada e inesperada, encontrará la forma de expresarse.