Han pasado apenas un par de días del desembarco en Normandía por parte de las fuerzas aliadas, las que han activado ya aquel extraordinario plan de liberación del continente en manos del genocida Adolf Hitler. La coalición de fuerzas contra el nazismo que lideran los norteamericanos, junto con los británicos y soldados de otras nacionalidades, han asegurado las posiciones sobre las playas. Al batallón que comanda el capitán John Miller (Tom Hanks) se le ha encomendado la misión de adentrarse en el territorio francés, romper las líneas enemigas y traer de vuelta, sano y salvo, a un soldado (Ryan), que forma parte de un cuerpo de paracaidistas que hace varios días batalla contra los alemanes, cerca de Ramelle, un pequeño pueblo que cuenta con un puente de un valor estratégico inconmensurable y al que deben proteger: por allí deben pasar los aliados rumbo a Berlín. Si los alemanes, en su retirada, destruyen ese paso, el operativo de liberación podrá sufrir demoras de muy alto costo en vidas y recursos. En el punto de mayor ebullición y clímax de la batalla de Ramelle, el soldado Stanley Mellish (Adam Goldberg) se trenza en un cuerpo a cuerpo bestial, a todo o nada, con un soldado alemán. Ambos se han quedado sin municiones. El alemán le arrebata el puñal de la bayoneta a Mellish, y, en un momento en que ha logrado colocarse arriba de su cuerpo, comienza a clavarle el cuchillo lentamente en el corazón.
La imagen es, por lejos, de las más aterradoras que ofrece la recordada y laureada película de Steven Spielberg Rescatando al soldado Ryan. Los dos soldados se revuelcan desesperados en el piso de un altillo. Por las ventanas de la pequeña habitación puede verse el combate encarnizado y alocado que está sucediendo en las callejuelas de un pueblo destruido, en llamas y humeante. Cuando el alemán comienza a clavar el cuchillo en el pecho del americano Mellish, el silencio aturde; por un instante, el mundo se detiene. Al ver llegar su final, Mellish le pide al alemán (en inglés) que pare: “¡Stop! ¡stop!”, le susurra con lo que le queda. Es un intento desesperado y el último de su vida por detener la locura total, el salvajismo y todo ese acto de estupidez humana por el que dos personas en ese instante se debaten a muerte, en medio de tanto dolor y sufrimiento, ya casi sin saber por qué o por el acto descerebrado de un autócrata mesiánico y asesino que ha conducido al mundo hacia las fronteras del colapso.
El alemán también habla: le está pidiendo (en su idioma) entre agitaciones y pulsaciones a mil, que se tranquilice, que se rinda, que todo será rápido. Y el americano le suplica por favor que pare y que no hunda más el cuchillo, que se detenga, que ya está, que todo pasó. Pero el filo va hacia lo más hondo y la entrada de la hoja va dejando en el aire el ruido de la carne perforada y los huesos quebrándose tras su paso.
Todo lo que produjo y lo que ha desencadenado la renuncia del ministro de Economía, Martín Guzmán, ha colocado a la sociedad, a los argentinos de bien, en el lugar del soldado Mellish. ¡Ya está, Cristina!, ¡ya está! ¿Cuánta más zozobra y desconcierto puede seguir soportando un pueblo que cada día que se va a dormir no sabe con qué se despertará al día siguiente? La presión de la vicepresidenta sobre el hombre que eligió para recuperar el poder en el 2019 ha dinamitado todo lo que podía quedar en pie tras el constante bombardeo epistolar y verbal con el que arremetió y multiplicó desde que el Gobierno acordara con el Fondo Monetario Internacional.
El primero en marcar un camino de distanciamiento sobre un gobierno que les pertenece desde la A a la Z, resultó ser su hijo, el diputado Máximo Kirchner, cuando renunció a la jefatura del bloque. La sangría arrancó con los “funcionarios que no funcionan”. Se fueron Marcela Losardo de Justicia, Solá, Basterra y Matías Kulfas en Desarrollo, entre otros, además de unos cuantos funcionarios de menor impacto y Guzmán, el discípulo del nobel Joseph Stiglitz convertido en gurú y primer sacerdote del progresismo argentino desde los 90 en adelante y, en especial, del kirchnerismo una vez que se asentó en el poder en los primeros años del nuevo siglo.
Así como el gobierno de Alberto Fernández no consiguió logros mínimos siquiera para los argentinos desde que asumió a fines del 2019, está visto que tampoco los obtuvo para los particularísimos objetivos que necesitaba la vicepresidenta conseguir y resolver para despegar el frente de conflicto personal que más la atribula, como todo el mundo advierte: el judicial. El gobierno que Cristina imaginó con Alberto Fernández, –un histórico secretario del kirchnerismo en el poder, hay que decir– tenía en el horizonte el retomar la reforma judicial de manera integral o bien lo que ella había bautizado durante su gobierno: la democratización de la Justicia. No hubo nada de eso. Fernández no logró reunir poder político suficiente como para imponer el cambio del procurador de la Corte, tampoco sostener la reforma K del Consejo de la Magistratura que la Corte declaró inconstitucional ni la remoción de los magistrados federales de los que el cristinismo siempre receló. Las causas judiciales más importantes que pesan sobre la vicepresidenta, por corrupción y fraude, están ingresando en una etapa sensible y más que delicada para la mujer más poderosa de la política argentina. El salvoconducto que ella imaginó con Fernández en el poder y que el presidente se habría comprometido a conseguir, no existe.
El desastre económico ha hecho el resto. Para el kirchnerismo, entonces, se acabó el momento de la gradualidad, como sentenció en la semana Andrés Cuervo Larroque, uno de los soldados cristinistas que jamás hablarían por sí solo sin el aval de su jefa.
Con un panorama en estado de detonación, incertidumbre y desconcierto total, el país, la sociedad en su conjunto en la situación del soldado Mellish sólo pide ¡Pare, Cristina! ¡Pare! ¿Cuánto más se puede imponer la obsesión inexplicable de un sector del Gobierno nacional persiguiendo un objetivo particular, por sobre los intereses de todos? Está claro que, bajo otras circunstancias, otro gobierno, de un color distinto del del peronismo y sus aliados, hoy subsumido por esa secta en la que se ha convertido el movimiento liderado por Fernández de Kirchner, no habría perdurado un segundo más en el poder desde que se percibieran sus primeros desatinos o yerros.
El final de este domingo aguardaba el nombre del nuevo ministro de Economía de la Nación. Finalmente, fue confirmada Silvia Batakis en el cargo. Pero, en verdad, la identidad del mismo constituía un hecho menor. El año y medio que resta de gestión de una administración desarticulada al extremo y sin crédito, ha abierto las mayores incógnitas y dudas, mucho más que las que ha venido produciendo a gran escala hasta ahora.
Mientras tanto, el frente opositor se ha estado debatiendo cómo y dónde pararse frente a la crisis que desató la vicepresidenta, llevando al extremo las tensiones. El debate se daba, más que nada, en sectores del radicalismo, porque el Pro parecía ubicarse más distante de la situación, expectante más que nada.
En el radicalismo, sin embargo, no eran pocos los que esperaban que el jefe del Estado los convocara para recibir un apoyo de gobernabilidad para el caso de que decidiera, el presidente, hacerle frente a la embestida de la vicepresidente, algo que, a esta altura del Gobierno, sonaba improbable. Pero, para el caso de un rompimiento, trascendía que algunos radicales podría prestar una suerte de colaboración en ese sentido. Gerardo Morales, socio de Sergio Massa en Jujuy, podía enrolarse en esa posición con el aval de algunos más.
Pero, entre los que descartaban cualquier tipo de posición en ese sentido, estaba el ex gobernador Alfredo Cornejo. “No cuenten conmigo”, deslizaba. A lo que agregaba que, con Cristina Fernández de Kirchner, “es imposible”.
“La Argentina, para sus reformas estructurales, requiere un acuerdo oficialismo-oposición. Ahora, con Cristina de por medio, no veo ningún acuerdo factible. La política que se impone es la de Cristina y no tiene en su ADN consensuar; en su ADN está liderar”, consideraba.