Los argentinos seguimos el patoteo de Rusia a Ucrania como seguimos la mayoría de las noticias globales: de lejos. Físicamente, porque estamos en el tobillo del mundo; y espiritualmente, porque sigue siendo muy fuerte nuestra tendencia a creer que el mundo son otros países, no nosotros.
El comunicado de esta semana de la Cancillería argentina –soso, irrelevante, calculador– refleja bien este espíritu: no tenemos nada que ver, que se arreglen ellos. Incluso los que creemos que Putin es un demente con delirios de nostalgia imperial podemos ir a la playa, comer un churro, quedarnos dormidos con el celular sobre la panza.
Tenemos la esperanza de que no pase nada, de que Putin arrugue o cambie de opinión. Pero su discurso del lunes, oscuro y lleno de furia, ya auguró lo peor. Su reunión de gabinete, en la que humilló al jefe de los espías, mostró a un tipo al que nadie de su gobierno se animará a contradecir. El futuro de Europa empieza a depender más de una psicología que de la geopolítica, nunca una buena señal.
Porque se puede negociar con un líder con ideas estrafalarias pero intereses geopolíticos claros. Con este Putin, en cambio, tomado por la paranoia y las conspiraciones, un agresor que se cree víctima, con un enorme complejo de inferioridad, que además tiene mucho para perder con una guerra (incluido su actual control absoluto de Rusia), se hace mucho más difícil. No funcionan ni el palo ni la zanahoria. Por eso tengo más claro qué opino de Putin que lo que opino sobre qué deberían hacer Biden, Macron o Scholz.
Escribo paranoia, teorías conspirativas, “agresor que se siente víctima”, complejo de inferioridad, y no puedo evitar pensar en el kirchnerismo. Quizás estas actitudes primarias, anteriores a la ideología, sean lo que hermane tanto con Putin a nuestro peronismo de izquierda, que ya no disimula sus simpatías. (HII)