En su primera audiencia general del año, en el marco de una exhortación para que las instituciones públicas faciliten los procesos de adopción, el Papa Francisco calificó de egoístas a quienes no quieren tener hijos, pero “en cambio tienen perros y gatos que ocupan ese lugar”.
El jefe de la Iglesia Católica tiene un espacio lógicamente preponderante en la opinión pública. Cuando habla, no es el ciudadano argentino Jorge Bergoglio, es el Papa Francisco. En consecuencia, lo que dice impacta no solo en los fieles de su credo, sino en la comunidad mundial, cualesquiera que sean sus creencias religiosas.
Esta es la razón por la que es tan significativo lo que hace cuando insta a los países centrales a facilitar el acceso a las vacunas contra el Covid-19 en las naciones más pobres, cuando llama a cuidar el medioambiente desde su segunda Carta Encíclica Laudato si’ o, en general, cuando exhibe su preocupación por los grupos más vulnerabilizados de la sociedad. Son exhortaciones para todas las personas, para las naciones, los bancos multilaterales de crédito, las organizaciones no gubernamentales, los organismos internacionales, etc.
Por supuesto, estos cuestionamientos encuentran arraigo en la cosmovisión del mundo de quien profesa una determinada religión. Cuando el Papa habla de los pobres, habla de Jesús, del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia. No obstante, son llamados que pueden abrazarse desde otras concepciones de lo bueno. No hace falta ser católico, ni siquiera creer en Dios, para compartir una preocupación por la pobreza o por el cambio climático. Cualquier Estado más o menos respetuoso de los derechos humanos debe asumir esos objetivos. De hecho, la mayoría de las democracias modernas adoptan compromisos al respecto en sus constituciones y/o en los tratados internacionales que suscriben.
El problema empieza cuando, con ese mismo amplificador que transforma el mensaje particular de un líder religioso en una exhortación de impacto global sobre lo que deben hacer las personas y las naciones, se pretende decirnos cómo vivir nuestra vida en los aspectos que sólo nos conciernen a nosotros mismos. Ya no hablamos de pobreza o medioambiente. Hablamos de nuestra vida sexual, de nuestra educación, de nuestra organización familiar. Esto es lo que hace el Papa Francisco cuando cuestiona y tilda de egoístas a las personas que eligen no tener hijos, pero sí perros o gatos; cuando les dice que rechazar la maternidad o la paternidad les “quita humanidad”.
Es que este segundo tipo de intervenciones, a diferencia de las vinculadas con los grupos vulnerabilizados o el medioambiente, pretende imponer ideales de virtud o excelencia personal. Se trata de una mirada perfeccionista, que se inmiscuye sobre la moral privada o autorreferente. Esto es lo bueno para las personas, dice el Vaticano cuando explica con quién nos podemos casar, si podemos tener relaciones sexuales solo por placer o no y con quién, si debemos constituir una familia y cómo, si podemos adoptar una tortuga antes (o en lugar) de tener hijos, si podemos interrumpir voluntariamente un embarazo o debemos parir hijos no deseados, si podemos consumir estupefacientes que solo nos dañan a nosotros mismos, etc.
Lo interesante es que el perfeccionismo es esencialmente egoísta, pues instrumentaliza a las personas. No importa lo que usted quiere, no nos interesa su plan de vida elegido libremente, nos dice el Papa Francisco. Muy lindo su perrito, señora, pero acá hay un invierno demográfico, así que ¡arriba los corazones que hay que aumentar la tasa de natalidad! Bienvenidos a Gilead, bendito sea el fruto.
Desde luego, la pretensión de universalidad de los ideales de excelencia humana es propia de todas las religiones y también de otras comunidades morales. Todos quieren imponerle a los demás su modelo de sociedad. Pero eso no quiere decir que sea admisible. Quienes eligen una religión comparten una misma cosmovisión no solo de la moral pública o intersubjetiva (la que juzga conductas que tienen efectos sobre otras personas), sino también de la autorreferente. Los une justamente una mirada común sobre cómo debe funcionar una sociedad perfecta. El judaísmo ortodoxo, por ejemplo, regula en detalle lo que se debe comer y beber, cómo lavarse las manos, cuándo se deben mantener relaciones sexuales, cómo se deben cocinar los alimentos, cuándo se puede utilizar energía eléctrica, de qué modo se debe poner la mesa, cómo vestirse, etc. Todo autorreferente. De eso se trata. La razón por la que esto es aceptable para las religiones y no para el Estado es que las religiones son clubes voluntarios integrados por personas que pueden entrar y salir libremente.
Quien decide pertenecer a una comunidad de ese tipo acepta sus reglas. Y si en algún momento no las acepta, pues es libre de irse. Hasta ahí está muy bien; forma parte de nuestra autonomía decidir si queremos integrar esta clase de clubes. Pero, de nuevo, el ingreso y la salida deben ser realmente libres. De allí que la imposición de este tipo de afiliaciones sobre personas que aún no terminaron de desarrollar su autonomía (los niños y niñas), por ejemplo, con educación religiosa, sea tan problemática. ¿Vieron el capítulo de la secta de los Simpsons en el que nada logra convencer a Homero hasta que cantan la canción del líder con la musiquita de Batman (nananananananana líder)? Bueno, eso.
Es comprensible que el Papa Francisco busque imponerle al resto del planeta los ideales de virtud personal de su iglesia, pero no deja ser inadmisible. Quienes no elegimos ingresar a una comunidad religiosa no podemos aceptar que se pretenda decirnos cuál debe ser nuestro plan de vida, del mismo modo que al Estado, del que no podemos salir, no le permitimos imponer ideales de excelencia humana.
Pero hay algo más: el mensaje papal es expulsivo de sus propios fieles. Pues, ¿qué pasa con las personas católicas que no quieren tener hijos? ¿Qué pasa con el lugar de la mujer católica en la sociedad? ¿Están todas obligadas a maternar porque al jefe de su Iglesia le preocupa la “dramática caída de la natalidad”? ¿Tiene idea el Papa Francisco de lo que significa para una persona llevar adelante un embarazo, parir, alimentar, cuidar, educar a un niño o niña en las sociedades en las que vivimos? ¿Sabe acaso Francisco lo que abandonamos quienes elegimos ser madres? ¿Es padre Francisco, en un sentido no religioso? ¿Cuántas noches sin dormir ha pasado el Papa cuidando a un hijo o hija que volaba de fiebre? ¿Sabe lo que es dar la teta, Francisco?
Otro tanto ocurre con las personas LGBTTTIQ+: o abandonan sus planes de vida o abandonan su religión. ¿No es esto, acaso, paradigmático del egoísmo? ¿Con qué lógica se pontifica que “tener un hijo siempre es un riesgo, ya sea natural o adoptado” pero que “más arriesgado es negar la paternidad, negar la maternidad, ya sea real o espiritual” desde una organización que todavía se niega a bendecir matrimonios o uniones civiles de parejas del mismo sexo porque, como manifestó recientemente la Congregación para la Doctrina de la Fe (órgano colegiado de la Santa Sede que custodia la correcta doctrina católica), el matrimonio es un sagrado sacramento que “corresponde a la unión entre un hombre y una mujer como parte del plan de Dios para la creación de vida”?
Por último, también es egoísta la mirada del Papa sobre los animales no humanos. Hoy sabemos que la enorme mayoría de los animales son seres sintientes, con consciencia, que incluso forman familias también con miembros de otras especies, entre ellas la humana. Por eso, en la justicia comienza a hablarse en forma incipiente de familias multi-especie. Solo una mirada antropocentrista heredera de los dogmas abrahámicos puede decirse preocupada por la crisis medioambiental y no tener en cuenta la evidencia que muestra que una de las principales causas de ese riesgo existencial es la sobrepoblación humana.
Groucho Marx decía que nunca pertenecería a un club que aceptara como socio a alguien como él, pero era gracioso porque no era real. Las personas elegimos comunidades justamente porque promueven nuestros planes de vida. Y esto está muy bien. A algunos les gusta leer los evangelios; a otros les gusta el helado de menta granizada. Lo que no podemos es imponerles nuestros ideales de lo bueno a los demás. Ni la palabra de Cristo ni los gustos de helado.