Viviana Castro, la guardiana de Epecuén: “Sigue siendo un lugar mágico”

Es guardaparque y realiza visitas guiadas del lugar donde nació y en el cual vivió hasta los 20 años. Bisnieta de la fundadora del Hotel La Española, uno de los más grandes que tuvo la villa balnearia, sigue apostando a este terruño que supo reinventarse.
  • Viviana Castro, la guardiana de Epecuén: “Sigue siendo un lugar mágico”
  • El Complejo de Villa Epecuén con su pileta de agua dulce, en su esplendor.  El Complejo de Villa Epecuén con su pileta de agua dulce, en su esplendor. 
  • Viviana Castro, guardaparque y guía, acompañada en una de sus labores de cuidado y relevamiento.  Viviana Castro, guardaparque y guía, acompañada en una de sus labores de cuidado y relevamiento. 
  • En su juventud fue parte de la Guardia del Lago de la villa. Es la primera de la izquierda.  En su juventud fue parte de la Guardia del Lago de la villa. Es la primera de la izquierda. 
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  • Epecuén puede visitarse hoy luego de pagar una entrada muy accesible en el Centro de Interpretación.  Epecuén puede visitarse hoy luego de pagar una entrada muy accesible en el Centro de Interpretación. 
  • Viviana Castro (izq.) con visitantes de la reserva natural y cultural de Epecuén. Viviana Castro (izq.) con visitantes de la reserva natural y cultural de Epecuén.
  • El antes y después del destino que sufrió un revés que pudo evitarse. El antes y después del destino que sufrió un revés que pudo evitarse.
  • Viviana Castro, la guardiana de Epecuén: “Sigue siendo un lugar mágico”
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Si hay un sitio de nuestro país que refleja como ninguno que la vida está llena de intensos contrastes, ese lugar es Epecuén. Sus ruinas son la muestra de que, como escribió Alejandro Casona, los árboles mueren de pie. Las raíces emergieron del barro abrazadas en sal, mojones de un trágico destino.

Aquel 10 de noviembre de 1985, cuando la villa quedó bajo el agua con motivo de intensas lluvias que derivaron en la rotura de un terraplén de contención, las risas, tan frecuentes todo el año, compartidas por residentes y visitantes, se convirtieron de golpe en profundo dolor y agonía y, más tarde, en nostalgia.

Sus 1500 residentes estables no solo perdieron todas sus pertenencias y su posición económica sino gran parte de su historia.

Sin embargo, la villa se resiste a desaparecer. Desde las ruinas se puso de pie para seguir generando recursos tanto económicos, como turísticos y naturales. Pese a todo, conservó el alma.

Viviana Castro, nacida y criada en Epecuén, guardaparques y guía turística, no tiene dudas de que es un lugar mágico, energéticamente diferente. Por eso lo cuida y comparte con los visitantes, enseñándoles a valorar y proteger el patrimonio. Ella tenía 20 años cuando todo se inundó y la mejor parte de su vida la pasó allí.

“Mi infancia fue la más feliz que le puede tocar a una persona y en el mejor lugar del mundo”, contó.

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Desde muy chica se entrenó para atender al turismo. El espíritu de trabajo fue el legado de los mayores, empezando por su bisabuela materna, una inmigrante que llegó a Epecuén para curarse del reuma y fundó La Española, un hotel de 150 personas, uno de los más grandes que tuvo la villa.

En este hotel, hoy desaparecido, se conocieron y enamoraron sus padres.

“Cuando mi mamá vino a visitar a su abuela conoció a mi papá que era mozo en el hotel. Ella tenía 18 años. A los 20 se casaron y a los 22 nací yo. Construyeron su casa y como era mucha la demanda que había nació nuestro residencial La Rueda”, contó.

Los abuelos paternos y su papá eran nativos de Epecuén. Los hombres eran los albañiles del pueblo y construyeron la mayoría de los edificios, hoteles, departamentos y residenciales del lugar. En invierno solían quedar a cargo de los edificios de gente que no era de Epecuén y que solo pasaba allí la temporada de verano.

Con el tiempo los abuelos paternos construyeron Casa Castro, un residencial para unas 40 personas, con habitación, baño y cocina.

“Con 1500 habitantes estables éramos una familia grande”, contó.

“Nos conocíamos todos, disfrutábamos del lugar, hacíamos lo que teníamos ganas y teníamos mucha libertad. Tuvimos un muy buen pasar económico. Éramos felices”, rememoró.

La gente que llegaba a Epecuén en aquella época tenía mucho poder adquisitivo, solía arribar exclusivamente por su salud y debía hacerlo en sus autos particulares.

“Por entonces no había tanta conexión como hubo después, los caminos no eran rutas como tenemos hoy”, contó Viviana.

Este esplendor se esfumó de un momento a otro y sin previo aviso. Los sueños se desmoronaron tanto como los ladrillos y el futuro se hundió, quedó tapado por el agua que en cuestión de horas arrasó con los edificios. No hubo que lamentar muertos de forma inmediata, porque el agua fue creciendo de modo gradual, a razón de un centímetro por hora, pero el dolor de alguno de sus habitantes derivó en escenarios trágicos.

“Fue muy difícil asumir lo que pasó tan de golpe, sobre todo con nuestros mayores. Mis abuelos se vinieron a vivir a Carhué a un lugar muy reducido y nosotros nos quedamos muy cerca de ellos y los vimos morir de tristeza”, dijo.

“No tenían ninguna enfermedad, estaban clínicamente sanos. Nos tocó perder a nuestros seres queridos por extrañar el lugar donde habían vivido toda su vida, al mejor que un ser humano puede tener”, destacó.

Viviana asegura que siempre, desde muy chica, su familia la entrenó para recibir al turismo.

“Nos divertíamos mucho, y aprendíamos mucho también, sobre todo a valorar que todo se consigue con trabajo. Teníamos esa impronta que nos daban nuestros papás y nuestros abuelos”, dijo.

“Aprendimos a hacer de todo. Quizás fue lo que nos permitió resurgir después de haber sufrido una tragedia como la inundación”, reflexionó.

Su familia pasó de tener todo a no tener nada, ni siquiera un lugar donde alojarse o alquilar. Debieron abandonar esa tierra y mudarse a Carhué.

"Sufrimos un montón el desarraigo. Las personas de Carhué o las que están dispersas en varias partes del mundo nunca te van a decir ‘Perdimos una casa que valía tanto o perdí un montón de plata’. La gente te va a decir que perdió su historia”, señaló.

“La gran familia de Epecuén se separó, perdimos nuestras raíces. Pese a todo, es y seguirá siendo un lugar maravilloso y único en el mundo”, añadió.

El momento de hacer el desalojo de la villa fue uno de los más difíciles.

“No podíamos asumir la realidad con la que nos estábamos enfrentando sin previo aviso. Nadie nos dijo: ‘Muchachos, no hagan nada porque se van a inundar o vayan buscando un lugar para irse’. A nosotros no nos dijeron nada”, confió.

Las lluvias no paraban y en seis eses llovió lo que en un año. El terraplén cedió y nadie hizo nada. Sin las obras hidráulicas necesarias para detener el agua, el infortunio ganó la batalla.

"No esperábamos eso, no lo pensábamos. El 10 de noviembre del 85 estaba todo preparado para recibir al turista. Se habían hecho arreglos, habían pintado los hoteles”, recordó.

“Tener que salir corriendo, huyendo, de tu lugar fue muy difícil. Nos costó mucho tiempo darnos cuenta de que estábamos en otro lugar que no era el nuestro. Tanto que no  desarmábamos la valija”, rememoró.

Hoy a 37 años de la inundación Viviana va todos los días a Epecuén. En parte por su trabajo pero también porque ama estar allí.

Hay gente que nunca volvió al pueblo inundado. Se fue de allí y jamás regresó. Hay quienes se ponen muy mal todavía al recordar este episodio y sienten mucha tristeza y nostalgia.

“Tengo la fortuna de que nunca me fui del todo. Empecé a volver en el 93 para llevar a turistas a recorrer el lugar y a contarles su historia y la verdad de lo que pasó”, dijo.

Viviana asegura que de solo ver en fotos como era Epecuén la gente alucina.

“Hoy me tocó o busqué que me tocara, quedarme a cuidar Epecuén, a mejorarlo de alguna forma y a decirle al mundo que aún en ruinas, a casi 40 años de la inundación, sigue generando esa magia que tenía, sigue generando cosas”, dijo.

Sus atardeceres son uno de los principales atractivos junto con la historia del lugar y un ambiente natural óptimo para el avistaje de aves.

“Tenemos los mejores atardeceres del mundo, haya tormenta esté nublado o salga el sol y también la laguna más maravillosa del mundo, que se compara con el Mar Muerto de Israel, que es más salado, pero son distintos. Son dos lugares únicos en su especialidad”, remarcó.

En Epecuén hay vida dentro y fuera del agua. Cada año recibe aves como los falaropos, migrantes del Ártico que nidifican en Canadá y eligen este sitio. También poseen la colonia de nidificación (es decir, que tienen a sus crías en el lugar) del flamenco austral más grande de Sudamérica.

“La naturaleza es sabia, eso está acá por algo, para que lo disfrutemos y podamos verlo todos los días, caminar por la costa de la laguna y cargarnos en unos pocos días de esa energía que gastamos durante el año”, dijo.

“Me gustaría que Epecuén sea un ejemplo de que el hombre no destruyó lo que la naturaleza nos dio y nos seguirá dando a pesar del maltrato que le damos con inundaciones, fuego, rociada de agroquímicos”, expresó.

Por ello día a día, con prevención y educación ambiental, aporta su trabajo para que las futuras generaciones puedan disfrutar de lugares como la laguna y sus alrededores.

“Tenemos que ser el ejemplo, tomar la posta para que nuestros hijos y nietos no paguen las consecuencias de lo que nosotros hicimos mal”, concluyó.

Epecuén emergió de las aguas 20 años después de la inundación y hoy es un sitio que puede visitarse. Hay cartelería alusiva a algunos de sus edificios y sectores más emblemáticos y un Centro de Interpretación en el que se explica lo que sucedió, con imágenes del antes y el después.

La guardiana no baja los brazos. Capitana de sueños propios y colectivos entendió desde su infancia que todo está conectado. Epecuén la convoca a sus orígenes. A esos ecos de una comunidad próspera que tuvo que aprender a soltarlo todo.

“Sigo recorriendo sus calles, sintiendo sus olores, escuchando sus ruidos, y no es porque esté loca sino porque es mi lugar en el mundo”, concluyó.

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